miércoles, 8 de agosto de 2012

Nadie; o al menos no ella.


 Algo había cambiado. Lo notaba, lo sentía y le dolía. Le dolía con tanta intensidad que, envuelto en el dolor que desprendía su alma, no fue consciente de que sangraba hasta que vio cómo el líquido rojo resbalaba por su rodilla. Pero no le importó, apenas sentía el dolor. Podía culpar a la botella de Vodka que aferraba con ambas manos o a la chica del pintalabios rojo que había tatuado su corazón. Suponía que las dos cosas eran posibles culpables, pero en realidad le importaba verdaderamente poco.
Sus ojos ya no brillaban, su pelo ya no estaba perfectamente peinado y su máscara de indiferencia se había desplomado a sus pies. Y sin embargo, se sentía él mismo. El mismo que había provocado los más oscuros deseos en todas y cada una de las chicas que había conocido y que ahora solo deseaba quedarse quieto y derramar todas aquellas lágrimas que había estado reservando toda su vida para ocasiones especiales. Y esta, sin duda, lo era.
No había ninguna dulce princesa con un disfraz de niña mala sobre su cama.
No se oían risas perdidas con un deje amargo, capaces de hacer que cualquier chico suspirara.
Nadie miraba distraídamente por la ventana, mientras intentaba que sus lágrimas pasaran desapercibidas.
Nadie le besaba con más ternura de la imaginable y una sonrisa en el rostro.
Pues no había nadie en su habitación.
Nadie que fuera ella.
La había perdido. De la misma manera que se había perdido a sí mismo, tratando de encontrarla.
Otro trago a la botella. Otra calada a un cigarro casi apagado. Otra mirada hacia el pasado. Otro último llanto que se repetía noche tras noche. Y otro pobre muchacho que había perdido inconscientemente lo que más quería.

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